Prisión de cristal

   

Era tan pálida como la nieve y tan diminuta como una manzana. Tenía unas orejas que acababan en punta, un pelo oscuro y trenzado, e iba vestida con hojas y flores de su tamaño. Dormía acurrucada sobre sí misma mientras la luz del crepúsculo acentuaba su curioso tono de piel, volviéndolo de un tono rosa claro.

    Era un magnífico ejemplar de algo desconocido y extraordinario; formaba parte de una de esas cosas que sólo se ven una vez en la vida, y él estaba a punto de liberarla. Abrió su prisión de cristal desenroscando la tapa del bote, concediéndole el deseo de escapar. «Ahora eres libre» susurró.

    La pequeña criatura abrió los ojos y el humano pudo distinguir los dos puntitos negros que ocultaban. Su color era tan intenso que a penas pudo diferenciar entre el iris y la pupila. Estos se fijaron en él, como si con aquella mirada azabache le preguntase si de verdad podía marcharse. «Vete» insistió él.

    El humano inclinó el bote y la criatura pudo salir sin resbalar, se puso de pie en el borde y le dedicó una última mirada cargada de incertidumbre a modo de despedida. A pesar de todo, había desarrollado cierto afecto por quien le había aprisionado.

    Sólo entonces, el hada abrió sus alas, tan cristalinas y asombrosamente grandes para su tamaño, y emprendió el vuelo, perdiéndose en el infinito.


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